La historia cuenta...
En los linderos de la propiedad de mi padre, en un granero abandonado, vive una criatura extraña… una niña-cabra… de mi edad… sin un nombre que sepamos… y sin padre ni madre ni compañeros. Tiene la cabeza alargada y angosta y los ojos rasgados e inmensos, de palidez albina, y un semblante que parece estar perpetuamente asustado. Las venas de sus ojos brillan con un rosa tenue, cálido y pulsante, y los iris son rasgados, como de animal, verticales y muy negros. A veces se asolea en la entrada abierta, con las delgadas patas delanteras dobladas cuidadosamente bajo su cuerpo y con la cabeza levantada y alerta. A veces pace en el prado de atrás. Aunque los niños tenemos prohibido saber acerca de ella, con frecuencia la espiamos, y nos reímos al verla en cuatro patas, paciendo como animal…pero en una postura torpe e improvisada, como si fuera una niña jugando a ser cabra.
Pero, por supuesto, ella es un animal y verla resulta aterrador.
Su pequeño cuerpo está cubierto de pelaje blanco y grueso, ondulado, casi rizado, más largo alrededor de las sienes y en el cogote. Sus orejas son francamente cabrescas, puntiagudas y demasiado grandes y sensibles al más leve ruido. (Si nos ocultamos entre la maleza para espiarla, siempre nos oye —sus orejas se enderezan y tiemblan— aunque al parecer no nos ve. Razón por la que algunos de nosotros hemos llegado a creer que la niña-cabra es ciega).
Su nariz, al igual que sus orejas, es cabruna: levantada y chata con fosas anchas y oscuras. Pero sus ojos son humanos. Hermosos, con pestañas tupidas. Excepto por su extrema palidez. Los diminutos vasos sanguíneos están al descubierto; por eso se ven rosas. Me pregunto: ¿le lastima el sol?…¿se le forman lágrimas en los ojos? (De mis ocho hermanos y hermanas, los mayores son los que, por alguna razón, alegan que la niña-cabra es ciega y que deberíamos poner fin a su sufrimiento. Una de mis hermanas tiene pesadillas relacionadas con ella —con esos ojos extraños que miran fijamente— aunque ha visto a la niña-cabra una sola vez, y eso a una distancia de por lo menos cinco metros. Ay, esa cosa inmunda, dice, entre sollozos. ¡Esa cosa asquerosa!…Papá debería enviarla al matadero).
Pero todos nosotros hablamos en voz baja. Porque no debemos saber. Desde que la niña-cabra empezó a vivir en los linderos de nuestra propiedad, mi madre casi nunca sale de la casa. De hecho, ya casi nunca baja. A veces se pone una bata sobre el camisón y no se cepilla el cabello ni se lo recoge como antes. A veces sale corriendo de la habitación si alguno de nosotros entra. Su risa aguda es apenas perceptible.
Sus dedos son fríos al tacto. Ya no nos abraza.
Mi padre no la regaña porque, según dice, la ama profundamente. Pero casi siempre la evita. Y por supuesto está muy ocupado con sus viajes… a veces se ausenta por semanas enteras.
¡Qué vergüenza, qué vergüenza! —murmuran los vecinos.
Pero nunca tan alto como para que alguno de nosotros pueda oír.
La niña-cabra no puede hablar como un ser humano, pero tampoco hace ruidos de cabra. La mayor parte del tiempo se queda en silencio. Pero es capaz de emitir un maullido estrangulado, un gemido lastimero, y a veces, en la noche, un chillido inquisitivo que es humano en su entonación y ritmo, aunque por supuesto es molesto e incomprensible al oído. A algunos de nosotros nos suena suplicante; a otros, furioso y acusador. Desde luego, nadie le responde nunca.
La niña-cabra come pasto, granos y verduras que los peones arrojan a
su corral: zanahorias rugosas y retorcidas, nabos agusanados, papas casi
podridas. Una vez salí a escondidas de la casa para llevarle un pedazo
de mi pastel de cumpleaños (pastel esponjoso cubierto de merengue rosa y
espolvoreado de “estrellas” plateadas); lo dejé envuelto en una
servilleta cerca del granero, pero hasta donde supe ella nunca se le
acercó: es muy tímida de día.
(Excepto cuando cree que no hay nadie cerca. Entonces verían lo encantadora que es, jugando en el prado, trotando y retozando, dando coces con sus pezuñitas… exactamente como cualquier animal joven, sin ninguna preocupación en el mundo.)
La niña-cabra no tiene nombre, como tampoco tiene padre ni madre. Pero es una niña y por eso me parece cruel referirse a ella como “esa cosa”. Voy a bautizarla con el nombre de Astrid porque ese nombre me hace pensar en la nieve y el pelo de la niña-cabra es blanco como la nieve.
Los años pasan y la niña-cabra sigue viviendo en el viejo granero que está en los linderos de nuestra-propiedad. Nadie habla de ella… nadie se sorprende por el hecho de que ha crecido muy poco desde que empezó a vivir con nosotros. (Cuando yo tenía nueve años pensé que la niña-cabra tenía exactamente mi edad y que crecería a la par que yo, como una hermana. Pero debo haberme equivocado.)
Mi madre ya no baja en lo absoluto. Es posible que la gente del pueblo se haya olvidado de ella. Mis hermanos y hermanas y yo también la olvidaríamos si no fuera por los pasos rápidos que se oyen desde el piso de arriba y por alguna carcajada esporádica. A veces oímos puertas que se azotan arriba y las voces de mis padres —débiles y amortiguadas—, las palabras siempre inaudibles.
Mi padre nos pide que recemos por mi madre. Lo que por supuesto hemos hecho todo el tiempo.
Por la noche, la niña-cabra se convierte en una criatura nocturna y pierde su timidez de una manera que resulta sorprendente. Abandona la seguridad de su corral, abandona su pequeño pastizal, y merodea por donde le place. A veces la oímos afuera de nuestras ventanas… sus pezuñas cautelosas en el pasto, su gemido débil y lastimero. ¡Ojalá pudiera describir el sonido que emite! —es suave, es de súplica, es de reproche, tiembla de rabia—, un cuestionamiento fluido y sin palabras —como canción sin letra, ¿Por qué? ¿Por cuánto tiempo? ¿Quién?— que nos quita el sueño.
Ahora percibo que, a la luz de la luna, la niña-cabra es una visión aterradora. Muchas veces me he salido de la cama a gatas para verla, a través de mis cortinas de gasa, protegida (creo) por la oscuridad, y he sentido miedo de su cuerpo compacto y macizo, su postura desafiante y sus pálidos ojos deslumbrantes. Quiero gritarle —¡Por favor, no me odies! ¡Por favor, no me desees ningún daño!— pero por supuesto no digo nada, ni siquiera susurro. Me retiro de la ventana y camino de puntillas a mi cama y trato de dormir, a ver si a la mañana siguiente resulta que la niña-cabra se les apareció a todos mis hermanos y hermanas durante la noche… Pero no, no estaba dormida, no lo soñé, trato de explicar, yo la vi con mis propios ojos; pero ellos dicen en tono de burla: No, no, tú también estabas soñando, tú no eres distinta del resto de nosotros, esa cosa no se atrevería a acercarse tanto a la casa.
Ella no es “esa cosa”, les digo. Se llama Astrid.
Mi padre sueña con verla muerta pero es demasiado débil para mandarla sacrificar, así que mi hermano mayor planea encargarse del asunto tan pronto como cumpla la mayoría de edad. Mientras tanto, la niña-cabra vive lo suficientemente tranquila y feliz en los linderos de nuestra propiedad, asoleándose cuando hay buen tiempo, paciendo en el prado, retozando y jugueteando por ahí. Entonando para sí su maullidito lastimero. Entrando en lugares prohibidos a la luz de la luna. Algún día no muy lejano voy a acercarme a ella lo más que pueda para mirar dentro de sus ojos, para juzgar si son humanos o no, si pueden ver.
Ha crecido muy poco a lo largo de los años pero sus ancas son musculosas y sus hombros, cuello y cabeza casi humanos están más definidos; a veces veo su alma de niña saliendo de su cuerpo de cabra como un nadador que emerge de un mar blanco y espumoso, a punto de tomar aire, parpadear y mirar con asombro.
¡Astrid! La llamaré. ¡Hermana!
Pero no sabrá su nombre.
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Tambien se conoce el caso de Daniel, el niño cabra, este se encuentra en los Andes, Perú. Se dice que ha sido criada por las cabras durante ocho años. Se supone que ha sobrevivido gracias a beber su leche y comer raíces y bayas.
Pero no sabrá su nombre.
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Tambien se conoce el caso de Daniel, el niño cabra, este se encuentra en los Andes, Perú. Se dice que ha sido criada por las cabras durante ocho años. Se supone que ha sobrevivido gracias a beber su leche y comer raíces y bayas.
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